Homenaje econoplástico a Chema

Hace aproximadamente 15 años, Chema, profesor de Economía del Instituto José Luis Sampedro, propuso a Berta y a José Ramón participar en la elaboración de unos materiales para el Bachillerato virtual. «Habrá que seguir el currículum, aunque yo soy más de seguir a Sampedro y de empezar mis clases diciendo que la economía debería ser una ciencia para acabar con la pobreza más que ser utilizada por quienes quieren reproducir su riqueza».

Bastó esa presentación para aceptar participar en un encargo que duró un par de cursos. Fue en aquellas reuniones de trabajo donde surgió la idea de abrir una “carpeta B” con materiales y contenidos críticos con la economía ortodoxa y de crear un grupo de altereconomistas en la mismísima Guadalajara. Chema pensó en el nombre de “los econoclastas” pero tras investigar por internet vimos que ya había un colectivo con ese nombre, así que nos quedamos en “los econoplastas”.

Enriquecido con más profes (o no profes) del entorno del recién nacido El Rincón Lento ese extraño grupúsculo empezó a organizar actividades como charlas y proyecciones de documentales. Paralelamente, influidos por la tradición de cuentos de la ciudad, empezamos a hilar el que en el 2012 sería uno de los best-sellers editoriales de este país (ejem): Cuentos chinos de la economía y otros chascarrillos para acabar con el sistema.

Se trataba de un libro con el que intentábamos difundir qué es la economía (su verdadera esencia humana, social y dependiente de la naturaleza, claro) con pequeños textos explicativos sacados en gran parte de aquellos materiales de Bachillerato que habíamos creado y, para hacer más entretenida la tarea divulgadora, acompañados con un montón de cuentos, chascarrillos e ilustraciones elaborados por más de una decena de econoplastas.

Ya en aquel libro, Chema, aportó los chascarrillos, Obsolescencia programada, que contaba de manera divertida cómo un señor al que se le había roto la tapa del cenicero del coche acababa comprándose uno nuevo por aquello del “no merece la pena arreglarlo” y El niño salvaje de Ikea, la surrealista historia de un niño que se pierde en los laberínticos pasillos de la cadena de muebles y sobrevive solitario entre estanterías y sofás.

Posteriormente, hicimos el intento de sacar una segunda parte de los cuentos chinos para profundizar en temas que no habíamos tocado en el primero como historia de la economía, diferentes doctrinas de pensamiento económico o alternativas al sistema capitalista injusto, insostenible e hipertrofiado financieramente.

Finalmente, aquel proyecto se quedó estancado. Ahora, en shock todavía por el fallecimiento de Chema el pasado verano, queremos difundir como homenaje el estupendo cuento que había preparado para esa nonata aventura editorial.

Descansa en paz, amigo econoplasta.

                               Un cuento escocés. José Manuel de los Santos (Chema)

Fue en Edimburgo, probablemente noviembre del año 1787. Un hombre viejo caminaba penosamente por la solitaria Cranston Street envuelto hasta los ojos en un grueso capote de buen paño escocés, cubierto con un amplio tricorn. Iba afianzándose con su bastón, haciendo frente al viento helador que se arremolinaba en las esquinas levantando la escasa nieve que había caído en chubascos durante toda la mañana.

Al final de la calle alcanzó su objetivo y con gesto brusco y decidido franqueó la pequeña puerta de la taberna The White Horse haciendo sonar las campanillas de la entrada y golpeando con el bastón la tarima de madera. Curiosos, tres parroquianos que ocupaban un extremo de la barra, le dirigieron una mirada breve para volverse de nuevo a su conversación y a sus bebidas.

El viejo se desprendió del sombrero y despacio se quitó el capote, al tiempo que dio las buenas tardes a todos los presentes. Con movimientos lentos sacudió su capa y la extendió en una silla cercana a la estufa que ocupaba el centro de la estancia.

El tabernero reconoció al recién llegado y le saludó con efusión: «Buenas tardes profesor Smith. Da gusto volverle a ver por aquí. Su presencia honra esta casa». Y dirigiéndose a los otros tres clientes, estupefactos ante la explosión de amabilidad del tabernero, a modo de explicación les dijo: «Señores, este caballero es el profesor Adam Smith que dicta clases en la universidad y, como vosotros, es vecino de estos barrios, aunque llevaba tiempo sin venir».

«He estado cierto tiempo en Londres», dijo el profesor. «Ocupado en publicaciones y otros asuntos. Pero dejemos eso ahora, señor Walker, que vengo helado». El viejo miró un momento al tabernero para comprobar el efecto que le provocaba el que recordara su nombre. Efectivamente el efecto fue inmediato pues el tabernero se apresuró a rogarle que le llamara Johnnie, como siempre había hecho.  «Está bien, Johnnie Walker», continuó el profesor. «Ponme un buen vaso de whisky y una pinta». Johnnie limpió la barra con esmero, repasó los vasos con minuciosidad, eligió uno de ellos y lo llenó hasta el borde. El mismo proceso hizo con la jarra de cerveza en la que no había ni un milímetro de espuma y que finalmente depositó con esmero y un punto de afectación al lado del vaso.

Los otros tres parroquianos no salían de su admiración por las maniobras del tabernero. Parecía evidente que para ellos era algo inusitado. Lo más que Johnnie había hecho alguna vez fue soplar dentro de los vasos y quitarles el polvo con la manga de su chaqueta antes de servirlos. Más aún, ninguno recordaba que el líquido se hubiera acercado a menos de un dedo del borde. «¡Por todos los diablos!», dijo uno de ellos. «¡Que me aspen si alguna vez en mi maldita vida te he oído hablar de ese modo! ¡Y qué modales! Parece que vinieras de servir al mismísimo Duque».

El tabernero les hizo un gesto con las manos como para que se tranquilizasen al tiempo que dirigiéndose al caballero le decía: «Estos señores, algo toscos y lenguaraces, como habrá podido comprobar, son asiduos de esta casa. El alto es el señor Mac-Gregor, carnicero, el de al lado el señor Mac-Gowan, panadero. Estos dos tienen el comercio por aquí cerca. El de más atrás es el señor Gleenwish, viene de las tierras altas y ocasionalmente comercia con whisky».

Con un breve gesto saludaron los aludidos. Con un ademán aún más breve, el profesor devolvió el saludo, dio un breve sorbo al licor y se aclaró la garganta con la cerveza. Luego, elevando el volumen de su voz y con cierto engolamiento (como si estuviera en medio de una lección en el aula), se dirigió al tabernero diciéndole: «No te molestes, Johnnie Walker. Repito, no te molestes en ser amable conmigo, pues no es por tu amabilidad ni por tu simpatía ni siquiera por tu honradez por lo que me pones este excelente whisky, sino por ¡esto!». Y sacando unos chelines del bolsillo los depositó con un fuerte golpe de la mano en la madera de la barra. «Tú eres un egoísta que sólo busca su propio interés, que no es más que mi dinero, pero yo no soy mejor que tú, yo también soy un maldito egoísta con el único interés de beber tu buen whisky y tu buena cerveza». Esta última frase la dijo casi ahogándose, por lo que volvió a la barra a recuperar fuerzas con la bebida.

Tras un breve momento de sorpresa, los parroquianos rompieron a reír. «¡Bien te ha parado los pies el viejo!». Pero el viejo les cortó en seco sus risas, y ya recuperado, apoyándose con una mano en una silla y con la otra blandiendo en el aire la jarra de cerveza, proclamó: «¡Lo mismo ocurre con el carnicero y con el panadero, no es de su favor o gentileza de la que podemos esperar buena carne o buen pan, sino de su egoísmo!». Y luego, bajando la voz como quien comunica un secreto, continuó: «Sin embargo, este egoísmo procura el bien común, pues al final para todos es bueno que haya buen pan, buena carne y que en esta bendita taberna se pueda beber razonablemente bien. Es como si una mano invisible -decía en un tono misterioso- condujera nuestros egoísmos hacia un bien general sin que a nosotros nos importe lo más mínimo ese bien general».

Entonces, del fondo del local, surgió la voz ronca y potente del hombre de las tierras altas: «Buena cerveza, buena carne, buen pan… Pero sólo para el que tiene buen dinero».

«¡Exacto!», se revolvió el viejo. «Y cuanto más dinero se tiene más bien común se hace y sin ni siquiera pretenderlo. ¿No es maravilloso? Ser rico y buen cristiano a la vez. ¡Cuanto más rico, más cristiano! Y sin necesidad de hacer caridad».

Luego, frotándose las manos, como lo haría un avaro a la vista de un tesoro, se le oyó murmurar:

“No es de la benevolencia del carnicero, cervecero o panadero de donde obtendremos nuestra cena, sino de su preocupación por sus propios intereses / … / Por regla general, no intenta promover el bienestar público ni sabe cómo está contribuyendo a ello. / … / Sólo busca su propia seguridad, sólo busca su propia ganancia, y en este como en otros casos está conducido por una mano invisible que promueve un objetivo que no estaba en sus propósitos”. (La Riqueza de las Naciones).

Casi sin que ninguno se diera cuenta, la tarde se había ido apagando, fuera el viento parecía haberse calmado un poco. El profesor Adam Smith decidió marcharse a casa aprovechando las últimas luces. Apuró los vasos, se despidió de todos y envuelto en sus ropajes enfiló con paso rápido la calle. No llevaría ni diez pasos cuando un carruaje de cuatro caballos apareció en lo alto de la calle, los caballos trotaban levantando nubes de barro helado y nieve sucia. El cochero luchaba por controlar el tiro y, también por culpa de la mortecina luz, no pudo ver a un hombre viejo que con andares inseguros se intentaba librar de los cascos y de las ruedas arrimándose lo más posible a las casas. Pasó el carruaje y se alejó, pero el hombre perdió el equilibrio y tras golpearse con la pared cayó al suelo.

El estrépito fue suficiente como para que todos los de la taberna salieran a la calle y vieran que a unos pocos pasos estaba el profesor gimiendo en medio de un charco helado. Corrieron hacia él mientras el hombre, que intentaba levantarse, se escurría una y otra vez. Cuando fueron a tenderle una mano alguno de los que acudieron llamó la atención de los otros: «¡Un momento! ¿Qué beneficio sacaremos con ayudarle?, ¿no sería mejor esperar a que aparezca una mano invisible que le ayude a salir del charco?».

«¡Os pagaré, os pagaré bien!», decía el viejo destartalado y asustado. «Mal haría usted», le dijo el de las tierras altas. «Pues no somos ni médicos ni enfermeros y podría estar pagando un buen dinero por un mal servicio, nuestro egoísmo se vería satisfecho, pero no así el suyo».

Según cuentan, la broma no duró mucho, lo recogieron inmediatamente, le volvieron a meter en The White Horse, le limpiaron, secaron sus ropas y le curaron las magulladuras. Johnnie Walker le sirvió un par de vasos de su excelente whisky y el panadero y el carnicero le trajeron cena. Una vez repuesto, el señor Gleenvish le acompañó a su casa y no se marchó hasta que sus sirvientes le acostaron. Nadie le cobró ni un solo penique.

Adam Smith nunca contó nada de este episodio, dicen que a partir de entonces apenas salía de casa. Los sirvientes comentaban que hablaba solo y que se sumía en meditaciones profundas durante largas horas. Su ama de llaves evitó varias veces que arrojase al fuego ejemplares de sus obras, por lo visto tenía especial inquina a La Riqueza de las Naciones. No volvió a dar clase ni a escribir. Como sabéis, murió al poco, en 1790. Sus restos reposan en el cementerio de Canongate de Edimburgo.

Los demás protagonistas de esta historia tampoco contaron nada a nadie. Yo creo que porque no le dieron mucha importancia. Siguieron frecuentando la taberna y, probablemente charlando y bebiendo olvidaron la historia y la Historia no los pudo olvidar porque jamás se ocupó de ellos. Cuando conté esta anécdota por primera vez, alguien me preguntó que cómo la sabía yo. Entonces sabía la respuesta, pero no la dije. Hoy que te la cuento a ti te diré lo que paso: El pub The White Horse sigue en Edimburgo, cerca del cementerio de Canongate. No sé si es el mismo del relato, en todo caso, si lo es estará reformado, aunque no parece que mucho. Como un turista inquieto un día lo encontré cuando salía de visitar la tumba de Adam Smith. Allí me contaron la historia. ¿Quién? Pues quién iba a ser. El espíritu de Johnnie Walker embotellado y vestido de etiqueta negra para la ocasión

El día que Chema se jubiló, José Ramón tuvo la suerte de heredar el póster que había decorado su departamento en el IES José Luis Sampedro y un puñito de madera: hasta la victoria siempre.

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